¿Sabes qué? Esta
mañana, al salir de la ducha he mirado a los ojos del tímido cristal que
coexiste conmigo, en mi habitación; adopta una imagen u otra según con quién
esté. Tiene tan poca personalidad… Y me ha mostrado algo diferente a los demás
días. Un pequeño moratón ha ocupado parte de mi muslo. Y ni me he inmutado. Sé
que tú me entenderás, sabes de lo que hablo ¿verdad? Creo que por fin lo he
superado. La gente se ríe cuando ve el terror dibujado en mi cara. Ese terror
aparentemente gracioso, de comedia mala, casi ridícula. Pero sé que tú sabes de
lo que hablo. Es irónico, cuando me desnudé ante ti me desprendí del frío. Me
fundí con la temperatura del ambiente. A veces me lo cuento a mí misma, en
cualquier actividad cotidiana. Me ayuda a recordarme que eso ya no forma parte
de mi vida. Como hoy, yendo a la universidad, he vuelto a hablar conmigo. Y me
lo he contado. Aquel día, hace ya siete años, me desperté con la energía
característica de una niña de trece años. Faltaba una semana para las vacaciones
de Navidad y la víspera murciana era todavía mejor que aquel periodo
vacacional. Ver la ciudad vestida de fiesta, expectante; repasar los catálogos
de juguetes como si de un examen final se tratase, pasar las tardes en la feria
de San Esteban... La feria ya no se hace allí, los gigantes del dinero han
puesto aquello patas arriba, con la absurda pretensión de construir un
aparcamiento para coches. Desterrando a las personas y a las historias que albergaban
en ese lugar para dar cobijo a máquinas de motor. Bueno, que me voy del tema,
ya me conoces. Me levanté de la cama casi delirando de la emoción por el día
que me esperaba. Había quedado con mis amigas sobre la una, íbamos a ir a la
feria. El fin de semana anterior habíamos conocido a los hijos de los feriantes,
los del tren de la bruja, y entre empujón y empujón habíamos intercambiado unas
cuantas sonrisas. Algo muy raro, desconocido para mí, recorría todo mi cuerpo
aquella mañana. Deseaba con todas mis fuerzas que el reloj marcara la una, y
verle de nuevo, en esa sucia caseta. Aquel errante luchador, junto a su familia,
pasaba dos semanas de diciembre y una de enero en San Esteban. Su padre se
encargaba de vender los tickets para el tren de la bruja. Su hermano mayor, con
una peluca bastante fea, se dedicaba a intimidar con una escoba a los valientes
niños que viajaban por las vías de aquel tren. Y la madre, siempre con la
mirada enfocada al infinito, vendía algodón de azúcar en el puesto de al lado.
El día anterior había colonizado mi pierna un moratón que se agigantaba por
momentos. Yo no le di importancia. Siempre fui una niña bastante hiperactiva.
En el colegio decían que tenía azogue, una expresión que hasta algunos años más
tarde no logré darme cuenta de lo poco común que es fuera de Murcia. Pero pude ver
la preocupación de mi madre en sus ojos. A media noche me desperté y le vi,
mirándome las piernas. Tampoco le di importancia. Es madre, pensé. Las madres
son así de raras. Pero la mañana siguiente aprovechó ese instante en el que
permanecía estática; el desayuno. Me dijo que le acompañara a La Vega, el
hospital donde trabaja. A mí me encantaba visitar ese lugar y perderme entre
los eternos pasillos que guardaban las
medicinas, las vendas y demás artilugios
que yo consideraba divertidos. Así que le acompañé, o eso creí yo, porque en
realidad la que me acompañó fue ella. Acabé en una consulta, un médico me
inspeccionaba de arriba abajo, con cara de asombro. Yo solo deseaba que se
diera prisa, ya era más de la una y mis amigas estarían disfrutando en la feria
sin mí. Pero entonces me fusilaron a pruebas. Y me obligaron a dormir allí. Yo
no sabía que estaba pasando, solo era un morado. Entendía que el mundo de los
adultos era así de desconcertante, se contentaban arruinándonos los planes a
los niños, porque se morían de envidia. Y la furia se expandía dentro de mí,
creo que quedaba reflejada en los morados, que no cesaban. Cada vez eran más y
más grandes.
Pastora. Ella fue la
que me hizo entender un poco todo. Solo un poco. En su bata ponía que era
“hematóloga”. Nunca había escuchado esa palabra. Demasiada nueva información
quería inundar mi cerebro, ansioso de todo menos de la claustrofóbica sensación
a la que me encontraba en esa gélida sala. Me dijo que no me moviera, que
guardara reposo. Y que no me pusiera nerviosa. Para mí era algo complicado, ya
te he dicho que no puedo estar quieta. Insistió. “No te muevas, te saldrán más
morados y no podrás irte de aquí”. Lo que yo pude interpretar, con esa
información masticada y pasada por mil millones de filtros, es que algo en mi
sangre no funcionaba del todo bien. No era culpa mía, son cosas que pasan. Me
explicó que por la sangre viajan tres tipos de células y se centró sobre todo
en las plaquetas. Ellas eran las encargadas de evitar que, si me daba un golpe,
me desangrase. Argumentó que la cifra normal de plaquetas en sangre debía ser
entre 250.000 y 50.000. Y que yo solo contaba con 15.000. Y podría sufrir un
derrame dentro de mí. Me obligó a no moverme, pasara lo que pasara. Y un
constante de susurros apenas descifrables se apoderó de mi habitación. ¿Qué
hablaría mi madre con todos esos médicos? ¿Qué les decía a las visitas que yo
no pudiera escuchar? Yo solo enseñaba mis moratones a los amigos que acudían a
mi búsqueda. Todos me repetían que me estaba perdiendo la última semana antes
de navidad, ¡era la mejor! Los bailes de los diferentes cursos, los
villancicos, las carrozas… Todavía guardaba en la mesilla de al lado de mi cama
el pase para el tren de la bruja. Habían pasado ya cinco días, los médicos me
sonreían. Cada día me hacían un análisis de sangre, al principio me
aterrorizaban, después pasaron a ser como el postre de la comida. Y llegó el
viernes. ¡50.000! gritó Pastora. ¡Eres una campeona! Parece que mis plaquetas
respondían al tratamiento. Yo me alegré, pero no demasiado. Temía alegrarme
demasiado y que ellas descendieran. Me habían repetido tanto lo de mi
nerviosismo… Por la tarde mi madre me dijo que nos íbamos, que por fin nos
íbamos. Con la misma ropa de aquel sábado, pisé el suelo de la ciudad y volví a
escuchar los sonidos estridentes que habitan en ella. “Qué bonita es Murcia”,
pensé. Todo sigue igual. Para mí habían pasado ocho o nueve milenios y la
ciudad seguía con las mismas ganas de dar vida. Desde ese día comencé a
calcular cada día que volvía a despertar. Cada mínima mancha que salía en mi
piel, cada dolor de cabeza… eran el principio de una terrible enfermedad que
acabaría conmigo. ¿Gripe? ¿Para mí? El fin de mis días. A lo largo de la semana
me moría once o doce veces. Controlaba infinidad de enfermedades y los
causantes de estas. No lograba comprender como las demás personas podían vivir
tranquilas estando tan cerca la muerte. Las plaquetas jamás volvieron a
fallarme pero el sin vivir al que me exponía mi cabeza era cien mil veces peor.
Mi madre me prohibió ver películas o series de médicos. Escondió el libro
sabio, que contenía todos los síntomas y causantes de las diferentes
enfermedades. Me acuerdo cuando te lo conté, creo que lancé más de la mitad de
enfermedades ficticias muy lejos de mí. Espero que no te las llevaras contigo,
no podría soportarlo. Pero todo eso terminó y hoy, hoy me he mirado al espejo y
no le he dado importancia a ese morado. Una vez escuché que si no miras a los
monstruos estos desaparecen. Pero yo los miro, les mantengo la mirada y ellos
huyen.